martes, 24 de mayo de 2011

Rockderock

El miedo es una bala directa al corazón. Mueres. La calle casi no asusta. El trago. Dan ganas de fumar turri o esnifarse una culebra brillante y blanca. Malo y bueno. La medida de los relatos se da por el código quién gana y quién no. Cómo acortar las brechas para salir luego y saldar tu cuenta con tu cuerpo y tu cerebro. En los días donde lo cotidiano te define, otras sombras se elevan. La pretendida estabilidad de los hechos es una reverenda estafa. El vacío donde hincar el diente. El exacto punto donde reside la paz. Si no sales de tu casa disminuyes la posibilidad de que te pase algo. Algo como un asalto. O un atropello. Pero en el ambiente las noticias te visitan y crees que alguien puede entrar y asaltarte y atropellarte y violarte. Y esa sensación mortal de saberte indefens@ y atacad@ en tu soberana intimidad, es el miedo hecho carne en el límite superior de tus actos. Luego: una comisión investigadora que llegue hasta las últimas consecuencias. La confesión a los pacos de tu sentimiento y el imperativo categórico al gobierno para que cumpla sus promesas electorales. Vivir sin miedo es una de las grandes sensaciones que un ser humano puede sentir. Desde el punto de vista del instinto de conservación un imposible. Desde el punto de vista del adicto un absoluto. Tercer roncola. Divertirme o bailar. Lo que quise. Finalmente a casa y eso es simplemente pasar a la movida antes de la zeta. Avanzar por el abecedario siempre será para mí como si fuese vivir un día. Lo había pasado tan bien que no cabía otra cosa que la parada y el rito. 4 am. Cinco travestis en la esquina de serrano con condell. A lo lejos una cuca pasaba lentamente por avenida argentina. Subí desde latorre, por serrano. Casi al llegar a la esquina de condell se oyó la voz del travesti sin pega. “Roberto Durán, cómo estás. Saliste en el mercurio. Sé dónde trabajas”. “¿Y? has visto a la tía”, respondí. “No, así que pampino Roberto Durán”, continuó el carehombre como si me tuviese en sus manos. “Si te viera Derrida se enamora de ti seguro”, le dije mirando su cara. “Y quién tiene”, continué. “No sé, y quién es ese weón, vos soy más cagao, pásate luka”, replicó en shemaling. “Ya poh, quién la lleva”, seguí. “Para las weás nomás weón cagao”. Más allá, como lauchas desde la oscuridad, aparecieron dos fumones con sus gestos calcados. Uno de ellos, pelado como por un gendarme, me dijo “vamos, yo te llevo a una movía segura, en condell con baquedano”. “No pasa na cumpa”, respondí. “Vamos si yo las lleo”, insistió. Y apareció otro, mientras llegaba a la vez un inválido de no sé dónde en silla de ruedas, vendiendo tabletas chiclet’s con una variedad inimaginables de sabores. Le compré un paquete a tres gambas y con sabor a canela. Abrí el paquete y repartí chicles a todos los que estábamos en la esquina. Otro fumón de patilla me dijo que a media cuadra, por serrano, más arriba de condell, había una movida. “Vamos”, apreté. “Tenís que pasarme la plata”, dijo. “Ni cagando”, afirmé. “Vamos”, contestó. Subimos cruzando la esquina mientras aparecían lentamente más lauchas por las otras esquinas. Casi llegando a media cuadra, donde estaba la guarida, el fumón volvió a pedirme las 5 lukas a lo que no accedí. Al mismo tiempo bajaba desde la casa una pareja, al observarla, el fumón patillúo rápidamente ganó desde mi short la billetera. No tenía plata pero sí la chequera electrónica que sacó al instante. Las cinco lukas las tenía apretadas en mi mano. “Pásame la plata”, me dijo, mientras sostenía en una de sus manos la billetera y en la otra la tarjeta. La voz del pelao por gendarmería sonó desde abajo gritando cabronamente “que pasa ahí”, mientras se le adelantaba otra laucha y me intentaba dar un combo en el hocico que esquivé. El pelao por gendarmería le dio un coscacho al patillúo y le quito la billetera y la chequera, corriendo a la laucha agresora que reclamaba levantando las manos. A esas alturas observaba preocupado la chequera futurizando sobre todos los trámites para sacar documentos. Me preguntaba porqué no sentía miedo. “Y qué les pasa a los jiles, viren de acá”, intimidó el pelao a las lauchas que se alejaron hacia la oscuridad casi con una reverencia. “Vamos”, me dijo caminando por condell hacia el sur. “Te dije loco que vinierai conmigo”, siguió. “Pásame los documentos poh socio”, le respondí. “Y que me dai tú”, adelantó. “Compramos las 5 lucas te paso tres monos y dos pa mí”, mostrándole la plata mientras llegábamos a bolívar. “Yo soy pulento, vengo de santiago, mira”, dijo subiéndose la polera y mostrándome un hoyo moreteado y profundo en el estómago más un buen resto de cicatrices al azar en su pecho. “Te paso la plata, me pasas las cosas y la hacemos”, propuse. Hicimos el intercambio llegando a prat. Fui otra laucha de centro. El pelao me preguntó si tenía plata en la tarjeta, le dije que como 10 lucas pero que no podía sacarlas porque estaba bloqueada. En verdad tenía el sueldo del mes y en verdad no podía usar la tarjeta. Me quedaba una luka para irme. El pelao me pidió algo más teniendo yo la billetera y la tarjeta en mi poder. Le pasé la luka antes de llegar a condell con baquedano. Recordé a mis amigos que siempre andan cagados de miedo cuando van a las movidas o esperan que la cosa les llegue a las manos. “Tener qué perder”, pensé. A veces creo que todos hacen lo mismo, o son lo mismo, sólo que unos saben hacerse los weones con mayor eficacia, eficiencia o los menos, genialidad. Bajé por baquedano con una sensación extraña. Cansado y sin angustia. Tranquilo. Cansado. Caminaba sin sentido hasta que llegué a la catedral y me senté frente a su pórtico. Pasé lista. Telescopio atrás. Desde 2007 que no gasto más de 20 lukas en pasta de una vez. Engaño. Cuánto gasto en un mes. Se prolonga la pregunta. Cómo me siento. Bien. 20 lukas al mes desde esa fecha. Mentira. Promedio. 15 lukas mensuales. En 2007 gasté 90 lukas en una tarde. Nada queda de ese tiempo. Telescopio adelante. Sin leer el futuro. La plaza colón se ve bonita iluminada. Sin gente. Sólo yo en el pórtico de la catedral. Me arrepiento de haberle pasado la luka al pelao. Descanso. Dos colectivos 4 pasan por el frente. Descanso. No tengo ganas de caminar hasta la casa. Me paro. Miro el cielo nublado. El reloj de la plaza marca las 5 con su ding dong anglosajón. Me siento. Miro al frente. Un auto se acerca. Baja la velocidad. Alguien mira desde adentro. Se asoma. Es un alumno de la universidad. Le hago señas. Para. Subo. Me reconoce. “Andas cazando”, pregunto. “¿Qué?”, responde nervioso. “Es asunto tuyo”, agrego. Resumo el rock de la noche para darle confianza. Me dice que no es gay. Le digo que no me importa. Le insisto que soy drogo. Me dice que tuve suerte con el rocanrol. Lo llaman. Se suelta y habla en gaytong. Sigue por calle iquique hasta el asilo de ancianos. Se devuelve. Me dice que está en su tesis. Habla con alguien que pasará a buscar. Estamos frente a mi casa. Me pregunta qué haré cuando lo vea en la U. Le respondo que ambos sabemos que con el rocanrol podría cagarme en la pega. Me regala una cerveza. Me bajo. Abro la cerveza. Tomo un sorbo. Parte. Paso la llave del portón. En su clic creo interpretar la paz. Mientras subo para llegar definitivamente a mi casa, viene a mi mente una inalcanzable lista de lugares comunes. Cosas como cuídate de los extraños. Ama a tu prójimo como a ti mismo. Nunca des la espalda. Después de la tormenta la calma llegará. Seamos felices comiendo perdices. El tiempo pasado fue mejor. No hay necesidad de conocerse para amar… “a la mierda”, me respondo. Y me repito. “mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.

martes, 1 de marzo de 2011

El arco del triunfo

Memoria radical. Concluyo que estoy agradecido de la vida y que en general soy feliz. También que una persona sola, a mi edad y con un punto de vista divergente, es vista con desconfianza y temor. Miedo a mostrar un sueño roto. Miedo a la diferencia. Por eso cada vez soy más selectivo y más rápido me ubico en la marginalidad. Me encuentro, como muchos, en la posición del profesional eficaz. Pero en la vida íntima, la que importa, estoy más cerca de un pordiosero. Me consagro así definitivamente al mundo. Cerca de los que quiero, cerca de quienes me quieren y aceptan. Lejos de todo lo que suene a rencor, a esa violencia que genera el que alguien surja a costa del otro. A esa envidia encubierta con la que miran los que van teniendo y se enamoran de tener más, en beneficio de establecer su imperio del eprendimiento. Con el desprecio que emanan desde sus ojos con el recuerdo de cuando miraban hacia arriba, aborreciendo al mismo tiempo a quienes ellos miran ahora hacia abajo. El recuerdo de la clase media, será la pasta topándole los talones en las esquinas donde pedirán angustiados un paco por cuadra, o muchas cárceles donde esconder la escoria de su mirada vacía y cínica.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

GPS

¿Cómo evitar las redes sociales y su capacidad transformadora?¿Cómo asumir una protesta en tu propiedad privada, derivando un grito en el teclado que aparenta acompañar a los manifestantes reales? Es lo de menos, lo importante es ubicarte en un lote, ser parte de. La ecuación sería: “cada vez menos sociable por tantas veces desubicado”. Ahora me fumo dos monos cuando viene la angustia. Precisos. Y si ando ebrio o medio ebrio después de una junta, paso por Serrano y la tía me espera siempre con cinco lukitas. Es mi máximo. Alguna vez la tía me acompañó al coleto para cuidarme porque merodeaban un par de angustiados queriendo colgar a alguien. “Estos weones andan puro dando jugo y no nos dejan trabajar tranquilas”, me dijo con la convicción de quien hace su pega con dignidad. “Cuídese hijo”, concluyó. Al revés de cuando fumo marcianos con la manga de empresarios encajonados y asumo su vehemencia como una violenta y aparatosa escalada hacia sus aspiraciones. No tardan en poner rejas a sus vidas para cuidar lo que tienen, maldiciendo a diestra y siniestra a quienes no calzan en su estatus o estilo de vida. Así la ubicación se corre desde un lugar a otro según dónde y con quién estés. Pero debajo, al acecho, la adicción nos une y no podemos negar esa parte primigenia que representa el placer por el placer. La negación del otro por la sublimación superlativa de uno. Pajas más pajas menos. Hijos más hijos menos. Confirmo: el sentido de ubicación no ha sido uno de mis fuertes. Aunque de un modo concreto y medible, mantenga un trabajo estable. Es lo único que nos piden para predecirnos. Produzco, luego soy cuerdo. Produzco, luego existo en Dicom. Produzco, luego soy persona. Produzco, luego viajo. Con todas las adicciones. Poliadicto funcional. Nombre técnico. Como cuando con esa misma técnica le pasan el gol a la gallá, en sus casas u oficinas, y los convencen y se convencen de que todo está mejor y que deberíamos estar felices por estar como estamos. Mirando programas de talentos tan precarios como mi inclinación hacia las drogas. Reportando en el espectáculo de la repetición el mensaje en el alma. Inculcando la estética de la encuesta y el marketing. Conduciendo a los pirgüines hacia la ignorancia. Proponiendo a la familia como la base –mmmm base- de todo lo posible. Y entre medio, divulgando el amor de pareja como la solución a todos nuestros males. Hijos incluidos. Esa sería la madre del cordero según las últimas predicciones astrológicas y estadísticas. Todo a la vez. Golazo. Nadie me ha engañado. Por eso me desubico. La atomización social que vivo me ha ido corriendo como si fuese un delincuente hacia las personas con las que me siento tranquilo y pleno, y a la vez, alejado de los términos medios. Ese es un pecado mortal en una ciudad pequeña. Mortal del mismo modo pero a distinto tiempo que en una ciudad grande. Me resultan vacíos muchos lugares. Mi honestidad brutal no encaja en la medida de lo posible. Voy aprendiendo a estar con los outsiders, sin juzgarlos, valorando su inútil osadía. Queriéndolos más que a la mayoría. Identificándome con sus delirios. No hablo del que finalmente sucumbió a la pasta, esos que puedes poner en fila y son tan iguales como si pusieras en fila una guarnición militar con sus uniformes para la parada. Las derrotas de ambos lados. Te puedes conectar con todo el mundo en un clic. En una enorme masa de masas conocerlo sin pisar la tierra. Con la oreja derecha del ratón ampliar las opciones. Parasitar embelezado tratando de ser alguien. Sin mover el culo. O puedes deambular de continente en continente ampliando el registro. Pero no has bajado al centro de tu ciudad. No has visto su corazón. Lo has palpado desde la obsecuencia del animal camarógrafo. Del sapo con alma eléctrica. Has observado al prójimo pero no lo has tocado. Has hecho de tu profesión una fe de la mirada. Puedo decir que he viajado. Puedo exigir a la metaliteratura que muestre sus credenciales. A la ucronía que desbarate sus límites que no son más que Serrano con Condell de la ciudad de Antofagasta, o Monjitas con San Antonio de la ciudad de Santiago. Con sus travestis y sus negros deambulando y la pasta corriendo sin una cámara amiga. Sólo necesito conocer los nombres de las calles de las capitales del mundo para viajar a los mismos lugares con sus designios de ángeles caídos. Y mi corazón seguirá tal cual. Con la tranquilidad de desdoblarme y cobijarme en la paz de los compañer@s.

jueves, 13 de noviembre de 2008

El artista del alambre

“¿Quién se va a creer tu historia?” suena la canción al tiempo que concluye en la tele que utilizo como despertador, haciéndome renovar mis inquietudes desprevenidamente. Al hilo tragicómico de mis amores le añado con una sonrisa bien profunda el entendimiento exacto de la frase. Ya amaneció. Sobre el velador están tres papelillos de pasta vacíos junto al encendedor rojo y en el suelo la pipa que vomitó la esterilla al dejarla caer antes de dormirme. Tontamente o por una afortunada falla de programación exhiben la misma canción una vez más. “A la hora de cerrar los bares/ El artista del alambre / Habla de la gloria, / De su propia sombra”. Lanzo una risotada que quizás despierte a los vecinos de la pensión. Y me desperezo tomando la pipa instalando la esterilla nuevamente y poniendo una aspirada tan ridícula que me avergüenzo de mi mismo. Miro hacia el lado la cama hecha, nadie conmigo y me sobrecojo. Ni una pizca de pena, ni un dolor o recuerdo. Por la tarde poblaré la ciudad como cualquier ciudadano productivo. Sin corbata pero con la mecánica de la operación en mis pasos. Públicamente camino airoso por los parques y avenidas de Antofagasta como cualquier otro. El aparato difusor de uno mismo es su manera de plantarse en la vereda. El habla cotidiana, una especie de canción sin odio. “Capital del reino/ De mentiras llenas,/ Todos eran buenos chicos/ Y ahora quien se acuerda…”. Me cruzo con Ricardo, el que camina parecido a mi, va con corbata, con lo ojos rojos. Él no usa gotas. Nos despedimos sin más, con el ademán típico de un encuentro de ascensor. Nada que decir o desdecir. Daniela debe estar en Santiago organizando el seminario internacional que su religión hará en la ciudad. Naty con sus pacientes en Viña. Cuando pienso en la belleza por separado me las imagino juntas en un cuarto oscuro donde sólo puedo tocar sus almas. La imaginación es la bondad de las posibilidades. Pero estoy aquí, muy cerca de la entrada de la oficina. Don Panchito me saluda con un silbido como de costumbre al que respondo con un silbido similar que hace que los demás trabajadores nos miren con desconfianza. “Cómo está Don Panchito”, “Bien, como día lunes…”. Y entro a la oficina con una sensación maravillosa. Lo demás es la mecánica de siempre y la desintegración del tedio que mi voluntad se proponga. Son las 7. Un happy no estaría mal. Llamo a mi amiga Malu, el mensaje en el nick de su Google Talk dice: “chata...aburrida...en fin...siempre hay algo..." A las 7.30 en la Kzona. El espacio entre copa y copa me hace sentir bien, no siento ansiedad o vacío de carrete. Malu llena mi alma de algún modo. Un tatuaje de amistad. A las 9.30 me pica la guata. Las estrellas se ven más grandes y Malu más rica. A las 10.30 llamó al dealer. Esta vez la suerte está conmigo. No contesta. Malu quiere seguir la juerga. Nos vamos a otro pub. Llega más gente. La amistad se diluye en la multitud. Otra vez me río de mi mismo. Tomo un colectivo y suena la canción en mi cabeza: “Y ahora que la luz del día/ Brilla sobre tus pupilas/ ¿Quién se va a creer tu historia?/ ¿Quién se va a creer tu historia?”

lunes, 3 de noviembre de 2008

Mi ex sin dureza

En mi vida hay vértigo. Quizás un corte sincrónico que se alarga en los días. Un dos tres momia. Y tal vez -lo más probable- ni siquiera sea así. La vida la siento como la camino. Y estoy seguro de que muchos tienen vidas más espectaculares que la mía. Más felices en su predilección oportuna. Más infelices en su vocación triste. Veo el pasado como un preciso modo de sentir todo en un instante. Si escucho una canción o aspiro un aroma que se inflama a través de mi existencia me consagro efectivamente en el presente. Y creo. Soy. Pienso. Siento. Sueño. Vivo. Estoy aquí. Me muevo aquí. Me gusta aquí. Y ahora. Así difumino con una sonrisa tranquila todos los sufrimientos que alguna vez tuve. O inventé. Pero claro: todos los insensatos hemos pretendido atrapar el tiempo. No importa. Somos subjetivos aunque trabajemos objetivamente hacia fuera, resguardando nuestra privacidad como una manera exclusiva de pretender algo. Estas palabras son el alimento sobreactuado de un animal salvaje. Procuran sanar y turbar, admitir la distancia que tengo de ser un posible humano completo. No. Aunque a veces, con la gloria furtiva de esa sonrisa tranquila, roce esa posibilidad. Y me contento de poder besar con la misma pasión y ternura después de que a muchos el tiempo ha quitado las ganas y la conciencia de la boca. El poder de un abrazo pauteado hacia el presente. He tenido la conciencia de no fumar pasta y salir del contexto. Ver otras manos y otros labios. Y reconocerlos después de 12 años. Y me alegro. Casi por azar. No tuve ni quise droga. La sola idea me pareció fome. No fue porque un hachazo me haya fisurado el corazón para que desde ahí resurgiera el amor como en un cuento de hadas. No. Soy yo. Vivo así. Mi contexto me programa, el presente me absorbe y lo vivo sin preguntas. La alegría de no fumar no opaca en ningún grado la alegría de los viejos amores. Son los mismos ojos en un cuerpo con más años. Nada más. El mismo grandioso buen humor. Las mismas penas encargadas en el tiempo. Y sobre toda esa fotografía apaisada, la voz de su hija que le llena el alma como cuando respiras y sonríes por estar vivo. Me alegra verla así. Me alegro de mirarla así. De humano a humano. Con la pequeña certeza de no haber perdido el tiempo. ¿Mañana? En verdad qué importa. No tengo futuro. Quizás, y a modo de reflejar mi posición, mañana volveré a Antofagasta y seguiré siendo el mismo insensato que se trata de reír de si mismo e intenta atraparlos en su alegoría.

lunes, 20 de octubre de 2008

Gimnasio

25 lucas me cuesta el gimnasio. 25 monos divididos en 4 partes. Una vez que he alcanzado las 10 lucas la compresión del cuerpo es tal, que comienzo el ejercicio aeróbico gastando la energía de los músculos. Apretándolos hacia mi mismo como un agujero negro que atrapa la luz. Sudo. Me saco la polera. El pantalón. Quedo en pelotas. Literalmente. Sólo la pipa y yo. Mi artefacto deportivo. Luego me pongo la ropa para salir a comprar otra vez. Con el filo del cansancio en la cara. Con las pupilas dilatadas y el cuerpo frigorizado. El corazón a mil. Como siempre. Miro hacia todos lados. Nadie me persigue. Mi boca seca apenas puede producir sonidos. Hago parar un colectivo mientras varias gotas de sudor bajan por mi cara. “Buenas noches, salí a trotar”, le digo al colectivero. De ahí es sólo suerte. Ojalá que el colectivero no se urja. Lo tanteo. Lo ideal es que no vaya nadie más. Eso nunca ocurre. Siempre hay alguien más. Pero si soy el único pasajero, si el colectivero es comprensivo o quizás un buen capitalista que busca su oportunidad en cualquier lugar, le pido que baje por Serrano, me espere y que de vuelta le pago todos los pasajes. Casi siempre dicen que sí. En la noche todos los gatos son =les. Ningún gasto está demás. Es parte del circuito. En comprar 12 monos me demoro 2 minutos: la tía o el travesti duro de siempre. Siempre hay alguien más. No lo dudo. De vuelta converso algo, le digo al colectivero que estoy cagado.”Así está la ciudad”, me responde. “Esto para mi es puro ejercicio”, le respondo. “Gracias, que le vaya bien”.”A ti =”. Y otra vez al ejercicio. Mono. Pipa. Fuego. Mono. Pipa. Fuego. Mono. Pipa. Fuego... Ya es la última serie. Se me viene una idea loca. Mientras miro el fulgor de la pasta quemándose y siento mis huesos oprimiéndose sobre sus médulas, no sé cómo, entre ese aeróbico movimiento, aparece, casi en paralelo, la imagen de Happy Feet bailando al son de mi performance. También me pongo a bailar. No importa lo que suena en la tele a todo volumen. Ni tampoco el miedo a que abran la puerta. Es la trinidad perfecta. Una aspirada genial, la luz muerta de la pasta quemándose y los pasos contagiosos de Happy Feet moviéndose en mi corazón. Sólo se trata de amor. Entonces el sudor tiene un mínimo sentido que me esperanza y el humo que entra seco hacia adentro la fuerza negativa y positiva de toda materia. Momentos más momentos menos. Cada uno en su baile. Flexiono mis rodillas para recoger algo de pasta que cayó en el suelo. Mi cuerpo completamente mojado se deshace y por fin sé que la jornada ha terminado. La culpa se viene tan rápido como la imagen de los padres y amigos de Happy Feet desvaneciéndose en un acuario. No hay más pescado. El sábado paso la tarde durmiendo y el domingo amanezco con todo el cuerpo adolorido. Las nalgas y las pantorrillas. El arco del pie derecho. Los brazos y el cuello. Y ya de noche, con la ausencia total de bondad, maldad o culpa, apaleado, intento subir las escaleras para apresurarme a dormir. Enciendo la tele sólo para no estar solo. Pero ni el zapping me sirve. Pienso en cuántos pingüinitos morirán de hambre. En la tele aparece Josefina Correa. Creo ver en sus ojos una mirada clara, escucho su voz santurrona predicándome una oferta. Y le pregunto en voz alta: “¿crees que estoy metiendo a todo el mundo en mi mierda?”

martes, 14 de octubre de 2008

Meditación Dura (a Beto Plaza Q.E.P.D)

Hay quienes le llaman costumbre a la ensoñación de no soltar la mano del otro, también lo nombran amor, miedo, esclavitud, solidaridad. Mundo.

Lo más cercano a la alegría de sabernos amigos de la muerte sería mantener el paso al frente a sabiendas del peligro. Superar de corazón la cara horrible de la devastación. Un acto heroico se consagra si ese avance propone la pérdida del individuo por el bien de los otros. Pero otros ya partieron sin saberlo siquiera. Y aunque la pretensión se desvanezca al continuar el camino, el caos nos recuerda aún más que al final del recorrido nos espera a todos el cumplimiento de nuestra extinción.

Antes o después, ¿qué, quién o quiénes nos esperan? Cada uno puede medir su respuesta. Pero ¡qué alegría de los que sonríen al término del camino!

La tristeza quizá vino de la mano de alguien que no supo cuándo amar al silencio. Será por eso que su vaivén enloquece a las almas siniestras.

A esas soledades errantes, en su ocaso, el silencio les enrostra sus oscuridades, las ilumina incluso como una obra de teatro que las aterra, y de la que no pueden escapar. Como visiones infernales, reviven los delirios de sus muertes pasadas, de sus asesinatos. Y el que no delira en algún momento después de asesinar, tiene en su corazón una muerte profunda que no él, sino sus descendencias, cargarán, tarde o temprano, como una verdad ineludible.

Es la forma más extraña del silencio: la que expande ecos de locura.

Mecer nuestros pasos pequeños y bellos con armonías y disparates estimula una poderosa dimensión humana. Nos hace tan impredecibles y aventureros que dignifica nuestra épica, buscando, ante todo, y por otro camino, en el inicio del abismo, encontrar un sentido donde el silencio no se confunda con la nada.

Flechas, sables, cañones, bombas, aviones, heridas abiertas, misiles en todas sus acepciones, han recorrido una historia de muerte hasta nuestros tiempos hermanando sus voces con el vacío. A veces imperceptibles, otras en estrépitos. Pero siempre buscando un objetivo para el reinado del silencio.

Cuando no hemos recibido el influjo certero de la destrucción, tenemos nuestras propias armas para acallarnos. Autoflagelaciones que nos mantienen atentos a la espera del silencio, como ahora que busco ansioso que el tiempo pase. Pero el tiempo y la espera se hacen largos cuando la química remece nuestras virtudes imitando los últimos episodios de nuestras vidas. Con escalofríos, azuzamos esas armas para atemorizarnos, para ver detrás del árbol la mano fría de la desaparición que nos alcanza. No pensamos en la descendencia y la parte de nuestra voz que se queda con ella. Aborrecemos la incertidumbre, nos aferramos a dios o algo que nos cubra. Y del silencio que se avecina hablamos en voz baja.

En el momento material definitivo, como un mimo quieto, nuestros cuerpos se dispersan, el tiempo toma lo que le pertenece por derecho propio y algo germina. El silencio tiene su pausa. Los que quedamos el poder de la vida y una posición para adorarla...