El miedo es una bala directa al corazón. Mueres. La calle casi no asusta. El trago. Dan ganas de fumar turri o esnifarse una culebra brillante y blanca. Malo y bueno. La medida de los relatos se da por el código quién gana y quién no. Cómo acortar las brechas para salir luego y saldar tu cuenta con tu cuerpo y tu cerebro. En los días donde lo cotidiano te define, otras sombras se elevan. La pretendida estabilidad de los hechos es una reverenda estafa. El vacío donde hincar el diente. El exacto punto donde reside la paz. Si no sales de tu casa disminuyes la posibilidad de que te pase algo. Algo como un asalto. O un atropello. Pero en el ambiente las noticias te visitan y crees que alguien puede entrar y asaltarte y atropellarte y violarte. Y esa sensación mortal de saberte indefens@ y atacad@ en tu soberana intimidad, es el miedo hecho carne en el límite superior de tus actos. Luego: una comisión investigadora que llegue hasta las últimas consecuencias. La confesión a los pacos de tu sentimiento y el imperativo categórico al gobierno para que cumpla sus promesas electorales. Vivir sin miedo es una de las grandes sensaciones que un ser humano puede sentir. Desde el punto de vista del instinto de conservación un imposible. Desde el punto de vista del adicto un absoluto. Tercer roncola. Divertirme o bailar. Lo que quise. Finalmente a casa y eso es simplemente pasar a la movida antes de la zeta. Avanzar por el abecedario siempre será para mí como si fuese vivir un día. Lo había pasado tan bien que no cabía otra cosa que la parada y el rito. 4 am. Cinco travestis en la esquina de serrano con condell. A lo lejos una cuca pasaba lentamente por avenida argentina. Subí desde latorre, por serrano. Casi al llegar a la esquina de condell se oyó la voz del travesti sin pega. “Roberto Durán, cómo estás. Saliste en el mercurio. Sé dónde trabajas”. “¿Y? has visto a la tía”, respondí. “No, así que pampino Roberto Durán”, continuó el carehombre como si me tuviese en sus manos. “Si te viera Derrida se enamora de ti seguro”, le dije mirando su cara. “Y quién tiene”, continué. “No sé, y quién es ese weón, vos soy más cagao, pásate luka”, replicó en shemaling. “Ya poh, quién la lleva”, seguí. “Para las weás nomás weón cagao”. Más allá, como lauchas desde la oscuridad, aparecieron dos fumones con sus gestos calcados. Uno de ellos, pelado como por un gendarme, me dijo “vamos, yo te llevo a una movía segura, en condell con baquedano”. “No pasa na cumpa”, respondí. “Vamos si yo las lleo”, insistió. Y apareció otro, mientras llegaba a la vez un inválido de no sé dónde en silla de ruedas, vendiendo tabletas chiclet’s con una variedad inimaginables de sabores. Le compré un paquete a tres gambas y con sabor a canela. Abrí el paquete y repartí chicles a todos los que estábamos en la esquina. Otro fumón de patilla me dijo que a media cuadra, por serrano, más arriba de condell, había una movida. “Vamos”, apreté. “Tenís que pasarme la plata”, dijo. “Ni cagando”, afirmé. “Vamos”, contestó. Subimos cruzando la esquina mientras aparecían lentamente más lauchas por las otras esquinas. Casi llegando a media cuadra, donde estaba la guarida, el fumón volvió a pedirme las 5 lukas a lo que no accedí. Al mismo tiempo bajaba desde la casa una pareja, al observarla, el fumón patillúo rápidamente ganó desde mi short la billetera. No tenía plata pero sí la chequera electrónica que sacó al instante. Las cinco lukas las tenía apretadas en mi mano. “Pásame la plata”, me dijo, mientras sostenía en una de sus manos la billetera y en la otra la tarjeta. La voz del pelao por gendarmería sonó desde abajo gritando cabronamente “que pasa ahí”, mientras se le adelantaba otra laucha y me intentaba dar un combo en el hocico que esquivé. El pelao por gendarmería le dio un coscacho al patillúo y le quito la billetera y la chequera, corriendo a la laucha agresora que reclamaba levantando las manos. A esas alturas observaba preocupado la chequera futurizando sobre todos los trámites para sacar documentos. Me preguntaba porqué no sentía miedo. “Y qué les pasa a los jiles, viren de acá”, intimidó el pelao a las lauchas que se alejaron hacia la oscuridad casi con una reverencia. “Vamos”, me dijo caminando por condell hacia el sur. “Te dije loco que vinierai conmigo”, siguió. “Pásame los documentos poh socio”, le respondí. “Y que me dai tú”, adelantó. “Compramos las 5 lucas te paso tres monos y dos pa mí”, mostrándole la plata mientras llegábamos a bolívar. “Yo soy pulento, vengo de santiago, mira”, dijo subiéndose la polera y mostrándome un hoyo moreteado y profundo en el estómago más un buen resto de cicatrices al azar en su pecho. “Te paso la plata, me pasas las cosas y la hacemos”, propuse. Hicimos el intercambio llegando a prat. Fui otra laucha de centro. El pelao me preguntó si tenía plata en la tarjeta, le dije que como 10 lucas pero que no podía sacarlas porque estaba bloqueada. En verdad tenía el sueldo del mes y en verdad no podía usar la tarjeta. Me quedaba una luka para irme. El pelao me pidió algo más teniendo yo la billetera y la tarjeta en mi poder. Le pasé la luka antes de llegar a condell con baquedano. Recordé a mis amigos que siempre andan cagados de miedo cuando van a las movidas o esperan que la cosa les llegue a las manos. “Tener qué perder”, pensé. A veces creo que todos hacen lo mismo, o son lo mismo, sólo que unos saben hacerse los weones con mayor eficacia, eficiencia o los menos, genialidad. Bajé por baquedano con una sensación extraña. Cansado y sin angustia. Tranquilo. Cansado. Caminaba sin sentido hasta que llegué a la catedral y me senté frente a su pórtico. Pasé lista. Telescopio atrás. Desde 2007 que no gasto más de 20 lukas en pasta de una vez. Engaño. Cuánto gasto en un mes. Se prolonga la pregunta. Cómo me siento. Bien. 20 lukas al mes desde esa fecha. Mentira. Promedio. 15 lukas mensuales. En 2007 gasté 90 lukas en una tarde. Nada queda de ese tiempo. Telescopio adelante. Sin leer el futuro. La plaza colón se ve bonita iluminada. Sin gente. Sólo yo en el pórtico de la catedral. Me arrepiento de haberle pasado la luka al pelao. Descanso. Dos colectivos 4 pasan por el frente. Descanso. No tengo ganas de caminar hasta la casa. Me paro. Miro el cielo nublado. El reloj de la plaza marca las 5 con su ding dong anglosajón. Me siento. Miro al frente. Un auto se acerca. Baja la velocidad. Alguien mira desde adentro. Se asoma. Es un alumno de la universidad. Le hago señas. Para. Subo. Me reconoce. “Andas cazando”, pregunto. “¿Qué?”, responde nervioso. “Es asunto tuyo”, agrego. Resumo el rock de la noche para darle confianza. Me dice que no es gay. Le digo que no me importa. Le insisto que soy drogo. Me dice que tuve suerte con el rocanrol. Lo llaman. Se suelta y habla en gaytong. Sigue por calle iquique hasta el asilo de ancianos. Se devuelve. Me dice que está en su tesis. Habla con alguien que pasará a buscar. Estamos frente a mi casa. Me pregunta qué haré cuando lo vea en la U. Le respondo que ambos sabemos que con el rocanrol podría cagarme en la pega. Me regala una cerveza. Me bajo. Abro la cerveza. Tomo un sorbo. Parte. Paso la llave del portón. En su clic creo interpretar la paz. Mientras subo para llegar definitivamente a mi casa, viene a mi mente una inalcanzable lista de lugares comunes. Cosas como cuídate de los extraños. Ama a tu prójimo como a ti mismo. Nunca des la espalda. Después de la tormenta la calma llegará. Seamos felices comiendo perdices. El tiempo pasado fue mejor. No hay necesidad de conocerse para amar… “a la mierda”, me respondo. Y me repito. “mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.
martes, 24 de mayo de 2011
martes, 1 de marzo de 2011
El arco del triunfo
Memoria radical. Concluyo que estoy agradecido de la vida y que en general soy feliz. También que una persona sola, a mi edad y con un punto de vista divergente, es vista con desconfianza y temor. Miedo a mostrar un sueño roto. Miedo a la diferencia. Por eso cada vez soy más selectivo y más rápido me ubico en la marginalidad. Me encuentro, como muchos, en la posición del profesional eficaz. Pero en la vida íntima, la que importa, estoy más cerca de un pordiosero. Me consagro así definitivamente al mundo. Cerca de los que quiero, cerca de quienes me quieren y aceptan. Lejos de todo lo que suene a rencor, a esa violencia que genera el que alguien surja a costa del otro. A esa envidia encubierta con la que miran los que van teniendo y se enamoran de tener más, en beneficio de establecer su imperio del eprendimiento. Con el desprecio que emanan desde sus ojos con el recuerdo de cuando miraban hacia arriba, aborreciendo al mismo tiempo a quienes ellos miran ahora hacia abajo. El recuerdo de la clase media, será la pasta topándole los talones en las esquinas donde pedirán angustiados un paco por cuadra, o muchas cárceles donde esconder la escoria de su mirada vacía y cínica.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
GPS
jueves, 13 de noviembre de 2008
El artista del alambre
lunes, 3 de noviembre de 2008
Mi ex sin dureza
lunes, 20 de octubre de 2008
Gimnasio
martes, 14 de octubre de 2008
Meditación Dura (a Beto Plaza Q.E.P.D)
Lo más cercano a la alegría de sabernos amigos de la muerte sería mantener el paso al frente a sabiendas del peligro. Superar de corazón la cara horrible de la devastación. Un acto heroico se consagra si ese avance propone la pérdida del individuo por el bien de los otros. Pero otros ya partieron sin saberlo siquiera. Y aunque la pretensión se desvanezca al continuar el camino, el caos nos recuerda aún más que al final del recorrido nos espera a todos el cumplimiento de nuestra extinción.
Antes o después, ¿qué, quién o quiénes nos esperan? Cada uno puede medir su respuesta. Pero ¡qué alegría de los que sonríen al término del camino!
La tristeza quizá vino de la mano de alguien que no supo cuándo amar al silencio. Será por eso que su vaivén enloquece a las almas siniestras.
A esas soledades errantes, en su ocaso, el silencio les enrostra sus oscuridades, las ilumina incluso como una obra de teatro que las aterra, y de la que no pueden escapar. Como visiones infernales, reviven los delirios de sus muertes pasadas, de sus asesinatos. Y el que no delira en algún momento después de asesinar, tiene en su corazón una muerte profunda que no él, sino sus descendencias, cargarán, tarde o temprano, como una verdad ineludible.
Es la forma más extraña del silencio: la que expande ecos de locura.
Mecer nuestros pasos pequeños y bellos con armonías y disparates estimula una poderosa dimensión humana. Nos hace tan impredecibles y aventureros que dignifica nuestra épica, buscando, ante todo, y por otro camino, en el inicio del abismo, encontrar un sentido donde el silencio no se confunda con la nada.
Flechas, sables, cañones, bombas, aviones, heridas abiertas, misiles en todas sus acepciones, han recorrido una historia de muerte hasta nuestros tiempos hermanando sus voces con el vacío. A veces imperceptibles, otras en estrépitos. Pero siempre buscando un objetivo para el reinado del silencio.
Cuando no hemos recibido el influjo certero de la destrucción, tenemos nuestras propias armas para acallarnos. Autoflagelaciones que nos mantienen atentos a la espera del silencio, como ahora que busco ansioso que el tiempo pase. Pero el tiempo y la espera se hacen largos cuando la química remece nuestras virtudes imitando los últimos episodios de nuestras vidas. Con escalofríos, azuzamos esas armas para atemorizarnos, para ver detrás del árbol la mano fría de la desaparición que nos alcanza. No pensamos en la descendencia y la parte de nuestra voz que se queda con ella. Aborrecemos la incertidumbre, nos aferramos a dios o algo que nos cubra. Y del silencio que se avecina hablamos en voz baja.
En el momento material definitivo, como un mimo quieto, nuestros cuerpos se dispersan, el tiempo toma lo que le pertenece por derecho propio y algo germina. El silencio tiene su pausa. Los que quedamos el poder de la vida y una posición para adorarla...